viernes, noviembre 03, 2006


Crímenes perfectos (todavía sin terminar)
por Pedro Casusol Tapia

1.
Luis pensó que ya era hora de cambiarse, su terno estaba colgado de un gancho en la perilla de su clóset. No había pensado en aquel día desde que le dieron la noticia, hacía más de dos meses, una calurosa tarde de verano. Su primo Álvaro Sosa, el prometedor abogado, se casaba. Luis había recibido la noticia flotando sobre su colchoneta de plástico, con los anteojos de sol puestos y un vaso de agua mineral en la mano. Raquel, que le había dado la noticia, en un principio pensó que Luis no la habría escuchado, porque él no se inmutó ni movió una ceja ni nada. Era como si aquello no le provocara ninguna reacción.
Alvarito, como lo llamaban entonces -porque después pasaría a ser Álvaro, señor Álvaro, o doctor Sosa- se casaba con Patricia, una chica que había sido novia de Luis durante años. Luis los había presentado y una vez que Patricia se involucró con el prometedor abogado, él se alejó de ellos dos lo más rápido que pudo.
Sin embargo ahí estaba ahora, echado sobre su cama, intentando actuar. Decidió que ya era hora de enfrentar la ceremonia, ponerse su terno, vestirse como cualquier persona que va a las siete de la noche al matrimonio de su primo, tomar un taxi hasta la iglesia de Miraflores que da al mar y afrontar la realidad tal cual es. Pero algo se lo impedía. No era el sentimiento de abandono que lo embargó aquella noche.
Patricia y él estaban en un cine, en medio de la oscuridad, mientras pasaban comerciales de películas próximas a estrenarse -y parecían que iban a ser de verdad grandes estrenos-. Luis se quedó mudo. Sintió lo mismo que sentía cuando era niño y alguien le decía que el recreo había acabado. La desilusión era grande.
Pero eso fue hace años y ahora Alvarito y Luis son hombres hechos y derechos. Aunque Luis nunca terminó su carrera -provenía de una familia opulenta que se había venido a menos, todavía les quedaba algo de lujo a los Sosa y la idea de tener un hijo vago los obligó a ponerse duros con él-, actualmente Luis trabaja en una empresa textil, usa terno, todos los días tiene que bañarse y salir temprano de su casa a trabajar.
A pesar de todo no llega tarde a la boda. No piensa en Alvarito ni en Patricia ni en cuando eran jóvenes. Siente, por el contrario, una profunda tristeza. Extraña el genocidio brutal al que estuvieron expuestas sus neuronas. Todos esos episodios se le revuelven ahora en la cabeza como los familiares de las víctimas de un accidente aéreo.
- Llegas demasiado tarde -dice alguien.
Reconoce a Lola, una prima que tiene un piercing en una ceja y un vestido que pudo muy bien haber sacado de un episodio de The Jetsons.
- Bonito vestido.
Luis se sienta. Lola y él son algo así como las ovejas negras de la familia. Ambos parecen estar aburridos. Luis vuelve a pensar en todas las borracheras que ha tenido desde que Patricia lo dejó, piensa en todas las veces que ha tenido sexo, en todos los matrimonios a los que ha asistido y todas las veces que sintió que su vida fue un completo fracaso.
- ¿Qué te parece la novia? -susurra Lola.
Ambos están lejos del altar y desde ahí sólo se puede alcanzar a escuchar el eco de lo que dice el padre. El vestido de Patricia es color hueso, eso sí lo puede diferenciar bien, y cree que lo que Alvarito lleva puesto es un frac.
- ¿Lleva puesto un frac?
Lola sonríe, asiente la cabeza y dice:
- Según mi tía, el frac es lo que se ha puesto de moda, qué pena que tú no tengas uno…
- Sí, qué pena.
- Y eso que se burlaron de mi vestido.
El padre hace la comunión. Cierra los ojos y eleva la eucaristía sobre la cabeza de los novios. La iglesia no está llena y es que la iglesia es grande, y las familias Sosa y Bobadilla no son familias muy numerosas.

2.
A la salida Luis tuvo ganas de esconderse entre los matorrales, caminar hacia el mar, o mejor dicho, caminar en dirección opuesta a la casa de Patricia. No tuvo ganas de hacer el brindis de honor, en el salón continuo a la iglesia, donde se reciben los regalos, ni saludar a los novios, ni tomarse las fotos.
Luis tuvo un acceso de tos y por eso no pudo escaparse corriendo. Su prima Lola se perdió entre los invitados que se amontonaron a la salida de la Iglesia. Algunos empezaron a tirarles arroz. Unos pocos amigos de Patricia Bobadilla lo reconocieron de cuando estudiaban arquitectura con ella. Lo saludaron con grandes palmadas en la espalda y le preguntaron qué era de su vida.
Pero él no parecía interesado en saludarlos, menos en darles la mano. Temió que le preguntaran si todavía era amigo de Patricia, a lo que él hubiera tenido que responder que no, que la odiaba, y que odiaba todavía más a su primo por haberse casado con ella. Fue entonces cuando la vio. Ella estaba ahí, parada, con un vestido azul oscuro, o era más bien un vestido completamente negro, que dejaba sus hombros al descubierto.
Era la hermana de Patricia, Rafaela Bobadilla.
- A los años, Lucho -cuando la saludó, no pudo evitar abrazarla.
- Sí, a los años.
- Te pareceré una desconfiada, pero pensé que no ibas a venir.
- ¿Por qué no?
- No sé, como llegaron tus papás y no estabas…
- Ah. Es que yo quedé en venir después.
Luis y Rafaela se quedaron parados. En seguida comenzó la molesta costumbre de las fotos y del saludo cordial. Los papás de Alvarito estaban ahí, con una sonrisa de oreja a oreja, lo mismo los papás de Patricia, y todos juntos posando para la foto parecían una familia disfuncional. Patricia estaba aturdida con su vestido color hueso.
- ¿No vas a ir a saludarlos?
- No, Rafa. No tengo ganas.
Rafaela soltó una risa. Cogió una cartera azul de cuero y sacó de ahí una cajetilla de Malboro Light y un encendedor Zippo de metal. Le ofreció uno a Luis y éste aceptó. Luego de que prendieron los cigarrillos, Rafela le dijo:
- Ya nadie me dice Rafa…
Luis salió de su estupor. Se había quedado mirando a Patricia, que a pesar de las horas que había pasado en el salón de belleza saludaba a todo el mundo con una sonrisa en la cara. Esperaba tener algún contacto visual con ella, pero aquello no sucedió. Patricia parecía sumergida en otro mundo.
- ¿Cómo?
- Que ya nadie me llama así…
- Debe ser que hace años que no te veo.
- ¿Te parece que he cambiado en algo?
Luis cogió una copa de champán al vuelo y miró a Rafaela de arriba abajo. Sin duda estaba guapa, era una mujer por donde se le viera. Era más baja que Patricia, pero casi no parecía haber diferencia de edad entre las dos. Luis calculaba que Rafaela debía tener unos tres o cuatro años menos que Patricia.
- No, sigues exactamente igual -le dijo Luis-, ¿cuántos años tienes?, ¿quince?
Rafaela volvió a reírse.

3.
Rafaela tiene poco más de veinte años. En el matrimonio de Patricia lleva puesto un vestido azul marino con los hombros al descubierto. Es el mismo vestido que volvió loco al último chico con el que salió. Rafaela lo había conocido en una fiesta. Él llevaba un saco marrón oscuro y una camisa sport a cuadros. En seguida congeniaron, compartieron algunos cócteles. Antes de emborracharse, quedaron en salir algún día. Rafaela ya se imaginaba yendo con él al cine, tomando café en el Starbucks de San Isidro, besándolo mientras caminan por el parque Kennedy…
Sin embargo, después del tercer vaso de whisky que tomaron juntos, se perdieron en un rincón del jardín. El chico tenía el pelo corto y barba de algunos días. No era un adonis, y Rafaela pensó estar enamorada. Siempre le pasaba con chicos así, que no son ni muy guapos, ni muy llamativos y que no tienen mucho dinero. A Rafaela le gustan los hombres serios pero con aires de niño. Este parecía ser uno de ellos.
La calentura subió como la espuma de la cerveza, que era servida en el interior de la fiesta, por una chop que agotaba sus últimos recursos. Salieron de la reunión tamaleando y riendo a carcajadas. Rafaela dejó en el aire a tres amigas con las que había quedado en regresar a su casa. En el taxi se besaron con locura. El asunto todavía tenía aspectos románticos. A pesar de que él era un poco descuidado, ya había demostrado lo más importante: tenía el poder de darle placer.
El placer es una fuerza de Dios. Muchas veces lo único que tienen en común dos personas que se conocen es que quieren hacerlo. Para eso se va a un hostal, se alquila una habitación y se hace. Así es el raciocinio de Rafaela después de aquel incidente. No niega que el sexo haya sido espectacular, sólo reconoce lo asquerosa que puede ser una relación cimentada sólo en eso.
Al chico lo volvió a ver unas tres veces más. Nunca fueron al cine, ni tomaron café en el Starbucks de San Isidro, ni se besaron caminando por el parque Kennedy. Se encontraron siempre en lugares neutros, nunca en lugares públicos y la mayoría de las veces sólo lo hicieron en el carro de él, un Toyota Corola azul oscuro que en realidad era de sus padres. Rafaela no necesitó descubrirlo. Era obvio. Lo tenía escrito en su cara. También era obvio que tenía enamorada.

4.
- ¿Qué hacen ustedes dos ahí parados? -les preguntó Marcela, la mamá de Rafaela y de Patricia. Ya habían pasado todos por la fila donde se saludaba a los novios.
Rafaela y Luis caminaron sin prisa, como dos gatos desinteresados, con las ideas perdidas en otros rincones de la mente. El camino hasta donde estaban ellos fue tortuoso para Luis. La mirada de Patricia pareció cambiar cuando lo reconoció.
Después de la foto -en donde aparecen Rafaela, Luis, Patricia y Álvaro en ése orden- Álvaro le dijo a Luis que lo consideraba mucho más que un hermano. Mientras él hablaba, Luis sólo podía pensar en Patricia, en las noches que pasaron juntos, en cómo era Patricia en la cama, cómo se movía, qué cosas decía. Aquellas imágenes no dejaron de atormentarlo el resto de la noche. Cuando Álvaro terminó de hablar, ya no quedaba casi nadie en el salón. Por algún motivo que no logró entender, tuvo que posar para otra foto más con él.
Cuando salió, el flash le había ocasionado a Luis una ceguera momentánea. Escuchó la voz de Raquel, entre lucecitas amarillas y rojas.
Raquel lo llamaba:
- ¡Luchito! ¡Luchito!
- ¿Qué pasa, mamá? -Cuando pudo enfocar el panorama, los papás de Luis estaban sentados en el carro de los papás de Lola. El abuelo de Luis, don José Sosa, estaba ocupando el asiento del copiloto, No había sitio para nadie más, así que quedaron en encontrarse en la casa de Patricia. Luis alcanzó a ver a los recién casados subiendo a una limosina negra.
- ¿Qué te pasa? -Preguntó a Lola. Estaba apoyada en una de las paredes de la iglesia. El piso era de piedra negra.- Hay que tomar un taxi… -dijo Lola.
Luis negó con la cabeza. Se sentó en una de las gradas y se sacó los zapatos. Agachó la cabeza. Estaba cansado. Lola se sentó junto a él.
- ¿Qué te pasa? ¿No quieres ir?
Luis negó con la cabeza.
- Me duelen los pies.
- Mis papás me dijeron que tú me ibas a llevar.
- Bueno. Te acompaño, pero luego me regreso a mi casa.
Lola tenía escarcha en los labios y se había laciado el pelo. No le quedaba bien. Lola era una chica de rulos y de lentes de montura gruesa. Ahora, en cambio, estaba con el pelo lacio y lentes de contacto. Luis no la reconocía como su prima. Si no fuera por su vestido de The Jetsons tal vez no la hubiera reconocido.
- ¿No te vas a quedar, entonces? -dijo Lola.
Luis negó con la cabeza.
- ¿Tanto te afecta? -preguntó Lola.
- No es eso. -Luis se incorporó- Es que los pies me duelen, la espalda me duele, todo me duele…
- No te pongas así -Lola levantó la cabeza y le dio un rápido vistazo al cielo y al mar-. Vamos a fumar…
Luis se puso sus zapatos. En la puerta de la iglesia ya no quedaba nadie, excepto un grupo de abuelitos sacados de la película “Cocoon”. Luis negó con la cabeza. Abrazó a Lola y le dijo:
- Cada vez que fumas te pones muy idiota, y tus ojos se te ponen muy rojos y empiezas a hablar estupideces. No quiero que tu papá saque la pistola y me mate…
- ¡No! Eso no va a pasar. Mi papá ya se ha tomado cuatro whiskys, y cuando llegue a la recepción se va a tomar otros cuatro whiskys más, así que cuando lleguemos…
Luis se puso de pie. En la avenida había una fila de Ticos amarillos. Los abuelitos sacados de la película “Cocoon” se embarcaron en uno.
- ¿Qué te pasó, Luis? -le preguntó Lola, una vez dentro del Station Bagon color blanco al que se subieron.
- Lola, la gente fuma cuando tiene que huir de algo. ¿Tu de qué huyes?
Lola llevaba debajo de su vestido unas medias negras de nylon. Ambos estaban sentados en la parte trasera del taxi y cada uno miraba por sus respectivas ventanas. Lola sonrió.
- ¿Haz visto a Coco?
Luis asintió.
- Hace tiempo que me lo quiero agarrar… -comentó Lola.
- Estás enferma.
Lola empezó a reírse. Las luces de la calle que entraban por las ventanas del Station Bagon chocaban entre sí y avanzaban con el pasar de las cuadras. El conductor del taxi no decía una sola palabra.
- No sé tú -dijo Lola-, pero hoy me voy a embriagar hasta la inconsciencia…
Luis se lo pensó un rato.
- Amigo -le dijo al taxista-, voltea a la siguiente en “u”.
- ¿A dónde vamos? -preguntó Lola.
- A mi casa.

5.
Cuando Luis terminó con Patricia decidió cambiar. Los días se convirtieron en días interminables. Descendió del cielo una neblina gris que invadió el jardín de su casa, por las mañanas, y pasó a estacionarse sobre la piscina con un olor a pescado y humedad.
Luis, que tenía un concepto bastante contradictorio sobre Alvarito, decidió buscarlo y pasar más tiempo con él. En ese entonces, la idea de que a su primo le pudiera gustar Patricia resultaba una payasada. No tenía muchos amigos y él era, digámoslo así, su mejor amigo. Lo encontró una tarde de sábado estudiando para un parcial. Fue hasta su cuarto, donde había un libro enorme, que era la Constitución, y le contó lo sucedido.
Alvarito, sumergido en la lectura, le dijo:
- Puedo hablar con ella, si quieres…
- ¿Para qué? -preguntó Luis.
- Para saber qué piensa -respondió Alvarito.
- No. Me pondría celoso -dijo Luis, como quien no quiere la cosa-, lo que necesito es cambiar. No puedo seguir faltando a clases. Sólo me faltan… ¡tres años! -Luis se llevó las manos a la cabeza- ¡Mierda! ¡Tres años!
Alvarito asintió. No escuchó muy bien lo que decía su primo. Estaba pensando en Patricia. Las pocas veces que la había visto le había parecido una chica inteligente, con cierto encanto especial que la hacía atractiva al común de los mortales. Resultaba femenina. Era el tipo de mujer que Alvarito quería para sí.
- Necesito estar con Patricia -continuó Luis-, es mi único desfogue…
El cuarto de Alvarito estaba bien ordenado. Todas las cosas estaban correctamente en su lugar. Su escritorio estaba cubierto por unos papeles, todo lo demás estaba en su lugar. Las cortinas estaban abiertas y por ahí se veía la calle.
- Bueno, ¿podrías hablar con ella?
Alvarito se quedó mirándolo. Luis seguía sentado sobre la cama. Había cogido un libro y lo estaba manipulando con los dedos. Después de pensarlo un rato, Alvarito dejó la Constitución sobre su escritorio y le dijo:
- Claro que sí.
Los pensamientos de Alvarito pasaron entonces a cuándo llamaría a Patricia, qué cosas le diría por teléfono. De inmediato pasó a pensar en dónde la llevaría, tal vez al cine, tal vez a tomar un café, no lo tenía decidido. Lo que sí tenía decidido era no tocarle un pelo, la regresaría temprano a su casa y nunca más volvería a salir con ella.
De cualquier forma, a Luis nunca le importó lo que pasó la primera vez que Patricia y Alvarito salieron. A las dos semanas volvió a estar con ella y los cambios que tanto había planeado hacer en su vida se transformaron en regalos a Patricia, en dejar de salir los sábados para estar con ella, abrazarla siempre de la cintura, ir constantemente a su casa y decirle que la quería.

6.
Prendió la luz de su cuarto y todo se iluminó. Había ropa sucia esparcida por el piso. A pesar de que ahí estaba su prima, Luis no hizo nada por ocultar sus calzoncillos sucios ni por ordenar un poco su cama. Tenía pensado que la luz la cegaría, aunque sea unos instantes.
La imagen de los calzoncillos era sin duda perturbadora para Lola. Aún así lo único que hizo fue hacer memoria: no recordó haber estado antes en el cuarto de su primo, excepto en una ocasión, cuando eran niños, una Navidad, pero podía estar equivocada.
- ¿Qué es esto? -Preguntó, revisando una caja de libros. Miró la cubierta de un ejemplar nuevo. Con la luz proveniente de la lámpara, la cubierta brillaba. La portada del libro de su primo era el primer plano de un asesinato. El nombre era más que sugerente: “Crímenes perfectos”.
- Sabes una cosa -dijo Lola-, yo no he leído tu libro.
Luis, que estaba metido en su clóset, encontró lo que estaba buscando: una bolsa con un poco de marihuana. La abrió, sacó de ahí una pequeña rama y se la extendió a Lola como diciendo: vaya, gracias.
- Creo que en mi casa nadie sabía que escribías. Cuando todos leyeron tu libro no dejaban de hablar de eso…
Luis lanzó una carcajada. En el fondo aquello le molestaba. No entendía muy bien por qué Lola le decía todas ésas cosas. Al rato encontró lo que estaba buscando: un par de zapatillas marrones que podían pasar muy bien por zapatos. Sin embargo, el hecho de que fueran marrones implicaba cambiarse también de terno.
- ¿A cuánto me vendes uno? -le preguntó Lola, enseñándole el libro.
Luis sonrió.
- Barato.
- ¿Cuánto?
- Doce soles.
Sacó de su clóset un saco marrón oscuro y un pantalón gris, también sacó una camisa Oscar de la renta. Todo eso lo cargó y se lo llevó al baño. Desde su cama, Lola le dijo:
- Te lo compro si me lo dejas a diez.
- Bueno.
Al rato Luis ya estaba listo. Cuando salió, Lola había armado un porro con el papel de fumar que llevaba consigo, con el cuento de que fumaba tabaco. En su cartera negra sobresalía la mitad de “Crímenes perfectos”. Lola negó con la cabeza. El marrón y el gris no combinan bien, dijo. Cuando Luis volvió a salir del baño, Lola estaba en la cama sin tender, fumando lo que había armado.

7.
Durante mucho tiempo lo único que quiso Patricia en la vida fue enamorarse. Lo consiguió por fin una noche cuando conoció a Luis. Ella siempre había dicho que no creía en ésas cosas pero cuando vio a Luis se le vino una imagen a la cabeza: él estaba relegado a una esquina.
Aquella sensación de querer estar enamorada regresó la primera mañana en que se levantó sin el peso de Luis a cuestas. No supo entender si necesitaba enamorarse de otro o si el mismo Luis era la respuesta a todas sus preguntas. Con la dependencia característica de los adolescentes, Patricia se inclinó más a esta segunda posibilidad.
La inminente visita de Álvaro se le presentó una mañana fría, con apenas un par de llamadas telefónicas premonitorias, y la aferró a la terrible pero a la vez deseada posibilidad de volver con Luis. Cuando Álvaro apareció por fin en la puerta de su casa, Patricia no entendió muy bien el mensaje. El primo de Luis era un chico flaco, intencionalmente desarreglado, que había venido con la sorprendente noticia de que Luis no la necesitaba más, pero que ahora podía contar con un nuevo amigo. Así él se convertía en una especie de doble agente encubierto, encargado de decirle a Luis todo lo que ocurriera a Patricia. Si alguien la invitaba a salir, por ejemplo, es un caso extremo, Patricia se lo contaba a Álvaro y éste a su vez correría a contárselo a Luis. Patricia no se creyó del todo aquella historia, pero le agradó el semblante de Álvaro, a quien sólo había visto una vez, cuando salieron a pasear los tres, por el Centro Comercial El Polo, una noche de verano.
Aquel frío día de invierno, en cambio, pasearon por la casa de Patricia mientras iban conversando. La relación iba por su segundo año y las lecciones aprendidas podrían irse al tacho si no volvían pronto. Álvaro, mentalmente, iba tomando nota. Caminaba con las manos en los bolsillos, disfrutaba cada segundo de su conversación con Patricia. Disfrutaba contemplar sus ademanes, mirar su cuerpo, sentir su ropa.
Esa noche Patricia soñó que estaba conversando con Luis en la fiesta donde se habían conocido. La gente bailaba canciones de los ochentas. Toda la fiesta era un desastre y estaba iluminada por luces de colores. De pronto aparecía Álvaro y se sentaba muy cerca de donde estaban ellos. Luis no se daba cuenta de nada, porque continuaba mirando la luna y hablando incoherencias. En determinado momento, y sin que nadie se diera cuenta, Patricia iba hasta donde Álvaro y lo besaba.
Aquel sueño se repitió un par de veces, con algunas pequeñas variantes, y cesó por fin cuando decidió volver con Luis. A partir de entonces, los tres empezaron a salir juntos. Patricia se dignó a mirar al primo de Luis como “un amigo más”. Se dignó también a guardar aquel episodio del beso surrealista en la parte más oscura del cajón de los recuerdos, como se esconde una foto que no nos hace justicia, o el perturbador deseo de algo irrealizable.

8.
Lucho Sosa llegó a la recepción en el carro de Javier Ramallo. Era una camioneta negra del año. Ramallo la usaba una vez a la semana para viajar al sur del país. Era un hombre corpulento, de mirada seria, se jactaba siempre de llevar un arma consigo, de preferencia automática, enfundada en una correa negra, debajo de su saco. Solía contar, después de varios vasos de whisky, lo que había sido la experiencia de matar senderistas en una de sus chacras. Como venía de familia de hacendados, había aprendido a usar armas desde pequeño. Más de una vez había invitado a Lucho a cazar zorros a una de sus chacras.
Lucho siempre aceptaba sonriendo esas invitaciones, pero nunca iba. No se lo había contado a nadie, aunque Raquel lo sabía, pero a él le daba miedo cazar. Una vez, cuando era niño, había matado una paloma por equivocación, mientras manipulaba una carabina que había encontrado en casa de sus padres. Tenía poco más de diez años. Durante semanas enteras le mortificó la idea de que un grupo de palomas vengativas acechara su cabeza.
Con ellos llegó don José Sosa, el patriarca de la familia, de unos ochenta años, cabello blanco, parsimonia al caminar, y el semblante augusto de los que tienen a toda la prole a su disposición. Habían tomado el camino más rápido, llegaron cuando la entrada todavía no había sido invadida por la cantidad de carros que se amontonaron después. No les costó trabajo encontrar la casa, quedaba a una cuantas cuadras del Golf de San Isidro.
Bajo el toldo, junto a una de las mesas, había una banda de músicos que todavía no había empezado a tocar. En el bar, un par de mozos preparaban cócteles. Encima de todos ellos, en uno de los cuartos de la casa, la luz estaba prendida.
Marcela los abordó para saludar a don José Sosa y ofrecerle algo de tomar. Este aceptó encantado el whisky etiqueta azul que servían en el bar. Desde donde estaban parados, Lucho y Raquel miraron el cuarto, donde una chica, probablemente la hermana menor de Patricia, había prendido la luz.
Llegaron una serie de taxis que formaron una fila, frente a la casa de los Bobadilla. En uno de ellos Lola seguía con los ojos rojos y no paraba de hablar de Coco.
Poco después de salir, Lola había dicho:
- No soy cojuda, yo sé cómo me mira…
- ¿Cómo te mira? -le preguntó Luis.
- Dicen que una mirada vale más que mil palabras…
- Una mirada no, una imagen.
- Bueno, una imagen. Coco me mira, ten esa imagen…
- Una mirada puede significar muchas cosas, Lola.
Por el espejo retrovisor, Luis intentó buscar su reflejo. Su pelo ya se había secado y obtenido la textura que él deseaba. Más abajo de su cuello notó su camisa y su saco. No estuvo seguro de haber hecho lo correcto al dejar que Lola eligiera la combinación de su terno. Pero ahí estaba.
Un rato después, el taxi bordeó el Golf de San Isidro y se metió por una calle. La expresión de Lola cambió cuando se encontraron entre taxis y carros. Todos los que bajaban estaban correctamente vestidos y se dirigían a la puerta iluminada, donde un señor en terno recibía las invitaciones y dejaba a la gente pasar.
Adentro, la primera persona con la que se tropezó Luis fue su padre. Afuera no le había pasado, pero una vez adentro sintió una terrible nostalgia. Aquella casa él la había frecuentado demasiado durante los tres largos años que estuvo con Patricia. Quizá por instinto, lo primero que hizo Luis fue levantar la mirada. En el cuarto de Patricia alguien había prendido la televisión.
- ¿Qué te pasó? -Le preguntó Lucho a su hijo.
- Pasé por la casa, el terno me incomodaba.
Lucho lo miró de arriba abajo.
- Pero te volviste loco, estás hecho un desastre… -cogió la solapa del saco-, los colores no combinan, te has puesto el saco de un terno y el pantalón de otro. -Bajó la mirada y empezó a negar con la cabeza- ¿Esas son zapatillas?
- Los zapatos era lo que más me incomodaba. Además, ella me aconsejó. -Luis señaló a su prima Lola. Lucho volvió a negar con la cabeza. Raquel se acercó con un cóctel rojo en una mano.
- ¿Le hiciste caso a una chica con ese vestido?
- ¡Tiene un aro en la ceja!
Luis levantó la miranda al cuarto Patricia. Recordó lo mucho que a ella le molestaba que dejaran la televisión prendida. De pronto la luz se encendió y el televisor se apagó. Escuchó que Lola reía estrepitosamente. Raquel se dirigió al interior de la casa. Lucho metió la mano en uno de sus bolsillos, sacó su monedero y buscó una moneda de cinco soles. Le dijo:
- ¿Puedes comprarme unos cigarrillos?
Luis asintió. Miró el cuarto de Patricia hasta que la luz se apagó. Cuando Lucho notó la expresión de su hijo, le preguntó:
- ¿Te pasa algo?
- No, no -dijo Luis-. No me pasa nada.

9.
Estaba hablando con Patricia por teléfono. Ella llevaba una blusa negra y un jean apretado. Antes de salir, iba a ponerse una casaca marrón de cuero. El clima estaba frío porque era julio y el invierno había llegado con fuerza ese año.
- No voy a poder ir -dijo Luis.
- ¿Por qué?
- Porque está lloviendo demasiado.
- Luis -le dijo Patricia-, apenas está garuando.
Patricia miró su ventana con las cortinas corridas. No había visto la calle desde la tarde, pero la lluvia no podía ser una excusa. Llevaban casi tres años juntos y mientras más tiempo pasaba, más se repetían éstas cosas.
- Si no vienes voy a ir sola.
Luis estaba sentado en ropa interior al borde de su cama. Le dolía un uñero que tenía en el pie izquierdo. Era una molestia, porque cada vez que se lo sacaba, volvía a crecer más adentro. Sacó un cortaúñas del cajón de su mesa de noche y se dispuso a tan dolorosa faena.
- ¿Ya viste cómo está el clima allá afuera? -preguntó Luis.
Ella se levantó. Caminó hasta la ventana. Por ahí miró una calle inundada en donde caían pequeñas gotas de lluvia arrastradas por el viento y la neblina. Los carros avanzaban a toda velocidad con las luces encendidas.
- Puede que tengas razón -dijo por fin Patricia-, pero eso no significa que yo deje de ir.
En la frente de Luis palpitaba una vena. El dolor era tan grande que su cara estaba roja y sus manos llenas de sudor. Le costaba manipular el cortaúñas. Finalmente cortó el problema de raíz pero no se sintió aliviado. Le empezó un dolor irritante en lugar del uñero.
- Bueno, que te diviertas, pero yo no voy a poder ir.
- No te entiendo -dijo ella.
A Patricia le dolía en lo más hondo. Quiso llorar. Empezó a bajarse el jean, algo que le costaba trabajo, y dejó al descubierto su calzón negro. Antes de colgar, le preguntó a Luis:
- ¿Por qué no quieres venir?
Luis se echó en su cama. Hacía tiempo que no miraba su techo. Encontró un par manchas marrones que resultaron ser arañas. Era el momento de la verdad, el más trágico, el que requería más coraje y obstinación. No bastaba con decir: no tengo ganas, o mi mamá no me deja. Decidió ser totalmente franco, al fin y al cabo no tenía nada qué ocultar, y le dijo:
- Porque está lloviendo.

10.
Lo primero que hizo Rafaela fue mirar el jardín de su casa, aquel toldo les impedía ver la luna. La ceremonia había sido pesada. Rafaela sentía una inexplicable tristeza, sólo comparable con la que sentía aquellos días depresivos que llegaban y se iban sin que nadie los llamara.
Marcela había planeado mantener el cuarto de su hija intacto, no moverle ni un peluche, y mandarlo a limpiar siempre, para que el polvo no se trague las cosas, así como pasa con nuestro cerebro. A todos les gustaba la idea. Rafaela intuía que poco a poco podía ir apoderándose del cuarto de su hermana. Tal vez era un deseo oscuro, pero era un deseo al fin y al cabo. Además, cuando eran niñas, era normal que las cosas que Patricia ya no usaba pasaran a ser de Rafaela. Nunca nadie se había quejado de eso, excepto en una ocasión, en la que Patricia se lo sacó en cara, durante una pelea.
Rafaela siempre había querido un cuarto con vista al jardín. Se echó en la cama y prendió el televisor. La luz del jardín empezó a entrar por la ventana. El televisor empezó a proyectar imágenes indescriptibles en el techo y en las paredes. Rafaela quiso envolverse con el cubrecama pero prefirió no dejar ningún rastro.
Evitó quedarse dormida. Tenía que estar atenta por si llegaba alguien. Le dio pena darse cuenta que Patricia se casaba. Sintió las pisadas de alguien que subía por las escaleras y una puerta que se abría. Logró echarle un rápido vistazo al televisor prendido y notar que estaban dando el programa cómico de los sábados. Supo que era Marcela por la marcha de los tacos. Cuando se abrió por fin la puerta, un halo de luz le cayó directo en los ojos.
- ¿Qué haces aquí? -preguntó Marcela.
- Sólo estaba descansando…
- Baja de una vez -dijo-. Y pásate un peine.
En ése instante el cuarto de Patricia le produjo a Rafaela una sensación extraña. Recordó haber estado ahí una vez, cuando era niña. Hacía tiempo que no pensaba en eso, pero aquel cuarto había sido de la abuela.
- La abuela -dijo Rafaela, en voz baja, casi gutural, mientras caminaba al tocador de su hermana en busca de un peine-. No había pensando en la abuela desde hacía tiempo. -Cogió un cepillo y empezó a peinarse. Se preguntó porque no tendría el pelo rubio y casi seda que había tenido su abuela-. Pobre abuela -dijo por fin-, hace tiempo que no pensamos en ella.

11.
Los lunes por la mañana escuchaba radio y ése parecía ser el momento más productivo de la semana. Las largas épocas de bloqueo las solía pasar haciendo dominadas en su cuarto con la televisión prendida. Más de una vez perdió el control (no era muy hábil que digamos) y la pelota fue a dar contra los casetes, los discos y la ventana. Una calurosa tarde de verano, mientras se lavaba los dientes, tuvo la idea que había estado esperando desde hacía tiempo. Era el plan perfecto para un asesinato. Cada posibilidad desembocaba en otras alternativas que, al multiplicarlas entre sí, daban verdades absolutas.
A pesar del nombre de su libro y de los temas que abordaba, Luis nunca pensó en matar a nadie. La imagen del asesinato la tenía grabada en el cerebro desde mucho antes de que decidiera escribirlo, porque cuando decidió hacerlo ya era invierno, habían pasado tres años y había terminado con Patricia. Entonces se sentó a esperar que las ideas llegaran. Decidió retratar primero la idea original, una suerte de triángulo amoroso, en la que la principal implicada es una estudiante lesbiana y fea, cuya irrefrenable pasión hacia una chica que no le corresponde termina ocasionando un asesinato múltiple, planeado con sumo cuidado durante noches en vela.
Al tiempo que pasó con Patricia le empezó a llamar síndrome de Estocolmo. No entendió de dónde había sacado la estúpida idea de que con esfuerzo y buenas maneras se podía llegar a tener éxito en la vida. Sintió que la forma de ser de Patricia lo había estado contaminando. No era que Luis huyera de la realidad, nada más no quería enamorarse de ella. Siempre había intentado conocer otros mundos y era consciente de que estaba atrapado en uno sólo. Comprendió también que había estado evadiéndose todo ese tiempo con pedazos de realidad que entraban por sus ojos cada vez que veía a Patricia. Pensó que la lesbiana tenía que ser más o menos como él. Una chica que al no ser bonita, busca la belleza en otras personas.
Para escribir esto necesitaba concentrarse. Decidió, entre otras cosas, dedicarle el libro a Patricia. Después de todo, ella había sido su única enamorada y era bueno que hubieran terminado en las condiciones que lo hicieron: sin llanto, sin sobresaltos, sin arrepentirse un sólo instante por nada. Luis sentía que las cadenas que lo ataban a la realidad eran por fin rotas.
Cuando Patricia lo buscó, Luis pensó que le pediría volver. Hacía tiempo que no se veían y la gente pensaba que Luis andaba metido en drogas o cuando menos, profundamente deprimido por su reciente ruptura con Patricia. La verdad era que la pasaba bárbaro. Cada día se identificaba más con su personaje, la estudiante, y los problemas que ella enfrentaba. Patricia parecía contenta escuchándolo hablar de aquello. Sin embargo, el aspecto que tenía Luis la deprimió. La estética del desaliño siempre le había parecido a algo sumamente púber. Una vez que la luz se apagó, decidió contárselo.
Luis se quedó mudo. Aunque no tenía intención de hacerlo, las ideas de volver con Patricia se esfumaron en el olvido. El hecho de que Patricia y su primo estuvieran le produjo a Luis una sensación horrible en el estómago. Tuvo ganas de pararse e irse o ir corriendo al baño a vomitar. Pero no lo hizo. Se quedó ahí sentado y esperó a que acabara la película.

12.
Desde la ceremonia, Coco Sokolich le había echado el ojo a Rafaela Bobadilla, pero ahora ella no estaba por ningún lado. Ciertamente, era como si hubiera desaparecido. Poco a poco, la sala se fue llenando de gente y lentamente los Sokolich fueron relegados a una esquina.
Lola había llegado con Luis y ambos se habían quedado en el jardín. Desde donde estaba Coco, se podía escuchar el jazz que salía de un equipo de música colocado estratégicamente en un extremo de la sala. Se preguntó si Rafaela habría subido al segundo piso. Recordaba haberla perdido de vista entre las escaleras y la puerta que da a la cocina. No podía estar en la cocina, porque de ahí salían los mozos, aunque era una posibilidad.
Decidió no moverse de donde estaba. Su papá, José Sokolich, se fue corriendo apenas apareció Bobadilla. Algo muy parecido pasó con su mamá, que se sentó en la mesa donde estaba Marcela. Coco pidió un vaso de cerveza y esperó junto a la escalera por si Rafaela bajaba.
- ¿Y esa cara? -fue lo primero que dijo Lola cuando lo abordó. Coco estaba en un estado parecido a la inconsciencia, sentado en el primer escalón y mirando el interior de su vaso de cerveza vacío. No se le ocurrió decir nada. Levantó la cabeza y vio a Luis.
Esa noche Coco estaba particularmente desganado. Escuchó que Luis decía algo sobre salir a la calle a comprar unos cigarrillos. Coco siguió con la mirada fija en su vaso de cerveza vacío. Lola preguntó con un tono muy molesto:
- ¿Afuera? ¿Para qué?
Coco no se había percatado antes, pero el vestido de su prima era verde y ridículo. Había empezado a sonar música de salón, o algo parecido a Norah Jones. El bar improvisado del jardín lucía cada vez más repleto. El terno que traía puesto Luis consistía en un saco marrón y un pantalón negro.
- No venden cigarrillos por acá -le increpó Lola.
- ¿Cómo sabes? -preguntó Luis.
- Por aquí no hay bodegas y los quioscos cierran temprano.
- Pero hay un grifo a unas cuadras.
Coco levantó los hombros. Con un gesto en la cabeza se paró y se fue. Una vez en el jardín, sintió nauseas. Todo le empezó dar vueltas. Conforme avanzaba, las cosas empezaron a moverse más lentamente.
Se dirigió al bar.
- Hola -le dijo Rafaela.
Estaba apoyada en la pared y tenía un cóctel rojo en una mano.
- Hola. No te había visto.
Coco le dio un beso en la mejilla. Pidió una cerveza y se la sirvieron directamente de la chop. Con lo mareado que estaba, no se animó a decirle nada y dejó que Rafaela se aburriera rápido.
- ¿Y cómo has estado? -preguntó ella.
- Parece que un poco enfermo.
Rafaela hizo un sonido con los dientes. Su vestido, azul oscuro, acentuaba la forma de su cuerpo. Coco no recordaba haberla visto nunca así. Es más, no recordaba que ninguna mujer le haya gustado tanto, excepto la misma Rafaela a la edad de quince años.

13.
Era la inauguración de la nueva planta textil de los Sokolich. La empresa se perfilaba como una de las más modernas y grandes del país. No era para menos, la economía se había vuelto a favor de las grandes empresas que apuntaban al exterior.
José Sokiloch y Sebastián Bobadilla se habían conocido en el colegio. Habían compartido pupitre y alguna que otra aventura juvenil. Ya de viejos, cuando se les veía conversar, nunca faltaba un buen whisky a la mano. A mitad de los años noventa, Bobadilla pasó a ser dueño del 50% de la empresa textil de los Sokolich.
Esa noche, Coco llevaba el pelo corto y la voz chillona. No le había salido acné, pero ya faltaba poco. Era robusto por naturaleza y un poco callado. Tenía poco más de trece años. Caminaba entre los invitados luciéndose como el hijo único del dueño. Junto a él desfilaban los trabajadores, correctamente uniformados, con identificación en la solapa.
Los invitados caminaban por la fábrica como si fuera un museo. Se podía mirar pero no tocar. Entre los trabajadores había una sola mujer. Según las cifras, tarde o temprano las trabajadoras quedaban embarazadas y eso significaba vacaciones pagadas, distracciones en el trabajo y un indeseable etcétera. Habían contratado a una, disimulando el hecho de que habían caído en algo conocido como discriminación sexual.
Coco Sokolich logró distinguir a Rafaela Bobadilla vestida con una falda negra y una blusa del mismo color. Encima llevaba una casaca sport. La hija menor de los Bobadilla se había vestido así para una fiesta a la que de seguro no había querido asistir. Tenía el ceño fruncido y estaba parada donde servían el ponche. Debajo de su falda llevaba unas medias de nylon y en los pies zapatos chinos negros.
También logró distinguir a su primo de la mano de la otra hija de Bobadilla. Estaban a unos metros de Rafaela y parecían totalmente absortos de lo que sucedía. Comían bocaditos y Luis tomaba un poco de cerveza. El papá de Rafaela parecía tratarlo bien. Luis sonreía y apenas se había percatado de la presencia de su primo.
- ¡Coco! -le dijo apenas lo vio, tenía un triple chiquito en una mano y un vaso de cerveza en la otra.
- Vaya, esta fábrica sí que es enorme -dijo Patricia.
Llevaba básicamente lo mismo que Rafaela, pero en diferente color. Una falda crema y una blusa blanca. Tenía sujeto a Luis por el brazo, como los novios cuando dejan el altar. Al fondo, por las ventanas, sólo se veían máquinas y un par de cilindros enormes. El patio donde estaban era una suerte de zona recreativa. La empresa textil de los Sokolich apuntaba alto gracias al capital invertido por Bobadilla.
- Y bien, Coco -le dijo Luis- ¿eres consciente de que algún día heredarás todo esto?
Coco sonrió. No quería pasar su vida exportando productos textiles, pero podría ser un medio para llegar a Rafaela. Si se casaban, podrían vivir holgadamente y relegar cargos, es decir, vender algunas acciones. En pocas palabras, vivir sin trabajar. En una casa al sur de la ciudad. Alejados de todo.
- No sólo yo -dijo Coco-, ellas también.
Patricia y Luis se dieron un beso. Luego desaparecieron al interior de la fábrica. Coco los alcanzó a distinguir por las ventanas donde se veían aquellos enormes cilindros. También se exhibía la producción textil.
- Bueno -comenzó Coco-. Rafaela, ¿no?
- Sí -dijo ella.
Coco llevaba puesto un terno negro. Rafaela seguía con el ceño fruncido. Todo esto le producía a Coco una falta de confianza a alguien que, debido a su edad, no tenía la más mínima confianza en sí mismo. Coco logró servirse algo de ponche.
-¿Cómo te va? -le preguntó Coco.
Rafaela, a pesar que llevaba una casaca sport encima, apretó los brazos contra su pecho, alimentando la imagen que tenía de desinterés por todo. Desvió la mirada y la dirigió al cielo raso, donde había un tragaluz.
- Bien -dijo Rafaela, después de un rato.
Coco decidió darle un sorbo más a su ponche y quedarse parado junto a ella un rato más. Desvió la mirada y logró ver un par de personalidades. Había una mujer horrorosa, con la cara estirada, llena de joyas. Un hombre gordo, vestido con un abrigo de piel y un par de fotógrafos de la prensa. Había una cámara de televisión que había estado filmado la ceremonia pero que ahora descansaba en el piso.
Volvió a la carga y le preguntó a Rafaela:
- ¿Cuántos años tienes?
- Quince -dijo ella, bajando la mirada y dándole una rápida inspección. Parecía que no se daba cuenta con quien estaba hablando. Después de un rato, ella preguntó-: ¿Y tú?
- Yo tengo trece -dijo, orgulloso de no haber mentido. Por un momento pensó en decir catorce, la diferencia no era muy grande pero entonces se notaba.
- ¿Cómo te llamas? -le preguntó Rafaela.
- Jorge -dijo Coco.
Aquella pregunta no le sorprendió. Después de todo, era él quien se había fijado en Rafaela y no al revés. Desde hacía mucho tiempo, Coco le había seguido la pista a Rafaela Bobadilla y a escondidas había acumulado pensamientos desastrosos, es decir, desastrosos para él, sobre la supuesta vida que llevarían en común, que se resumía en un único beso.
- Ah -dijo Rafaela, sonriendo.
- ¿Qué pasa? -Coco también sonrió.
- Yo me acuerdo de ti.
- ¿En serio?
- Sí, hace muchísimos años. Fuiste una vez a mi casa. Jugamos a las escondidas. Bueno, no nos llevábamos muy bien qué digamos. Al principio nos peleábamos.
- Sí, me acuerdo.
- Pero nos divertíamos.
- Sí, no estaba muy acostumbrado a jugar con niñas.
- Yo tampoco a jugar con niños.
- Es raro.
- Sí -dijo Rafaela-, como si desde entonces supiéramos que la combinación entre sexos resultara explosiva.
- Es que lo es -puntualizó Coco.
- Tienes mucha razón.
- Sí -dijo Coco-, te acuerdas que estábamos…
- En la cocina. Y le tiraste un huevo a Patricia…
Coco y Rafaela rieron a carcajadas. Luego se quedaron callados un rato, como guardando fuerzas para más tarde. No había sido tan simple. Los tres se habían escabullido hasta la cocina y habían planeado preparar un pastel. Patricia, que era la mayor de los tres, había cogido seis huevos, como solía hacerlo su abuela, y los había manipulado. Sin darse cuenta, Coco tropezó con ella y un huevo reventó.
- Vaya, no puedo creer que Luis esté con tu hermana.
- Sí -dijo Rafaela.
La expresión de su cara cambió. Coco logró percibir un poco de tristeza. Tras una de las ventanas, vio que Patricia y Luis se reían de algo y caminaban felices de la mano. Sin pensarlo un instante, Coco se dio cuenta que sus destinos estaban maliciosamente entrecruzados. Se preguntó qué fuerza sería ésa que une y desune a las personas a su antojo.



14.
La limosina se alejó rápido del Parque del Amor. Patricia había insistido en pasar por ahí pero en no bajar. No quería hacer el absurdo recorrido que hacen los recién casados de clase media. No quería hacer luz su vestido, ni tomarse las fotos. Odiaba la recepción que los esperaba en su casa. Ya no se sentía gorda y en ése sentido, Álvaro había hecho un buen trabajo.
- Vinieron todos tus amigos -dijo él.
A pesar de que tenía un montón de cosas en la cabeza, Patricia decidió cerrar los ojos y disfrutar el recorrido. Al principio la idea de la limosina le había parecido terrible. Sin embargo, había un vidrio oscuro que separaba a la pareja del chofer y eso le permitía estar a solas con su esposo. Se recostó sobre él, abrazándolo. El vestido le incomodaba, así que decidió sacárselo.
- Vinieron todos tus amigos -le repitió Álvaro.
Sostenía en una mano una copa de champán y miraba la calle. Constantemente le daba sorbos y parecía estar absorto en lo que hacía. Había una botella de champán en un pequeño balde de metal con hielo. Lo habían abierto riéndose a carcajadas apenas salieron de la Iglesia. Por primera vez en mucho tiempo, Patricia reconoció que su madre había tenido razón.
- ¿Pero qué haces? -le preguntó Álvaro.
Patricia le pidió que le desabrochara la espalda.
- Vamos, vamos -le dijo Patricia dándole la espalda, recogiendo su pelo para que se vieran los botones y la cremallera.
Álvaro lanzó una carcajada.
- No lo voy a hacer -susurró-, estamos en la calle.
Patricia hizo una mueca de fastidio y se reincorporó. Se quedó inmóvil un rato, pensando qué hacer. Cruzó una pierna con la de Álvaro y le dijo:
- No puedo esperar a estar a solas contigo…
Álvaro volvió a reírse. Pasaban por El Olivar de San Isidro. La limosina cumplía un estricto recorrido trazado por la mamá de Patricia. Álvaro sacó del bolsillo un estuche con sus lentes y se los puso. No era ciego, pero con los lentes podía ver todo con más claridad.
Pasó sus dedos por el cabello de Patricia y acarició el rostro. Las luces de El Olivar atravesaban el vidrio polarizado de la limosina. Patricia, sin pensarlo dos veces, se sentó sobre Álvaro abriendo las piernas. No sabía que estaba tan excitada. Se dejó llevar por lo que hacía su esposo.

15.
Lola sacó de su cartera una cámara digital y se puso a filmar la escena. Estaban parados formando un círculo. Coco se cubrió el rostro y Luis sonrió. Rafaela siguió fumando el cigarro de marihuana que tenía sujeto entre los dedos y que alguien, no recordaba quién, le había dado. Estaban en una esquina frente al Golf de San Isidro. Habían perdido el rumbo alejándose lo más posible de aquella puerta iluminada. Ahora estaban perdidos y a unos metros las copas de los árboles se habían vuelto negras.
Lola le hizo un primer plano a Rafaela y ella sonrió. Coco parecía estar incómodo con lo que sucedía. Lola era una boca floja. Parecía hacer todo lo posible por hacerlo quedar mal a él. Manipulaba la cámara y no parecía estar consciente de lo que hacía.
Luis y Rafaela parecían llevarse mejor cada minuto. Coco se preguntó qué clase de persona sería su primo. Rafaela no era una chica que fumara marihuana. Confesó haberlo hecho sólo una vez. Al rato advirtió que se quemaba los dedos. Lola lo registró todo en su cámara digital. Una camioneta Luciérnaga pasó bordeando la calle de enfrente. Como casi no quedaba nada, decidieron botarlo al viento y emprender el camino de regreso a la fiesta. La camioneta Luciérnaga encendió sus luces y empezó a bañar la calle de azul.
Una parte de Coco no lograba entender por qué había salido. Otra parte comprendía que sólo había seguido los pasos de Rafaela, arrastrado por el brazo de su prima. La idea de matar a alguien se le cruzó por la cabeza un instante, como parte de una fantasía que tenía cuando algo salía mal. Rafaela no parecía estar drogada pero prestaba especial atención a todo lo que decía Luis:
- Dejé la universidad -decía-, por escribir una vez a la semana…
- ¿Y lo sigues haciendo? -le preguntó Rafaela.
- Claro que no.
Lola cogió del brazo a Coco y le preguntó si le pasaba algo. Lola siempre lo molestaba diciendo que era su primo preferido, por callado y por no intentar llamar la atención. Eran del mismo año, aunque Coco le llevaba seis meses. Cuando eran niños, jugaban a que se iban a casar. Con el paso del tiempo, aquel juego fue perdiendo mucha gracia.
Antes de llegar a la esquina, Lola advirtió que se echen gotas a los ojos. Pararon en seco. Lola abrió su cartera y sacó un pequeño pomo. Cerca a la fiesta, un chico ambulante vendía caramelos, chicles y cigarrillos. Luis fue corriendo tras él. Tuvo suerte y compró una cajetilla de Malboro rojo. Miró a Rafaela mientras ella se echaba gotas a los ojos, parpadeaba como en los dibujos animados y sonreía.

16.
Todo fluía con cierta normalidad hasta que una copa de champán chocó contra el piso. El sonido que hizo al romperse provocó que todos se callaran. Unos pocos aplaudieron. El chico que había tropezado, uno con uniforme de mozo, se apuró en recoger los vidrios rotos guardándoselos en el bolsillo. Luego todo volvió a la normalidad. Los invitados siguieron con lo suyo, los encargados del bar siguieron expidiendo licor a diestra y siniestra.
La limosina que llevaba a los novios se alejó de El Olivar y emprendió el camino hacia el Golf de San Isidro. Patricia se volvió a poner el calzón. Álvaro le dio un sorbo a su copa de champán. Habían hecho el amor muy despacio. El vestido de novia no dejaba hacer mucho, pero se las habían ingeniado. La penetración había sido corta, pero efectiva, alimentada por la sensación de estar a la intemperie. Ahora todo estaba estático. La limosina avanzaba como si flotara.
A Luis se le subió la adrenalina cuando Rafaela lo tomó del brazo al entrar.
- Adelante -dijo el hombre vestido de terno.
Después de todo, sin él, Álvaro y Patricia jamás se hubieran conocido. Luis llegó así a la conclusión de que no había por qué sentir repugnancia aquella noche. Rafaela y él podían ser buenos amigos.
Se sentaron en una mesa vacía al final del jardín, prácticamente a la entrada de la recepción. Lola y Luis tenían los ojos hundidos y una expresión parca en la boca. Tomaron un par de cervezas al vuelo. Alguien había subido el volumen de la música y sonaba algo de The Carpenters. Mirando bien a los invitados, parecía que todos hablaran de lo mismo articulando las mismas palabras.
- Bien -dijo Rafaela-, al parecer nos hemos sentado en la mesa de los amigos de mi hermana…
- ¿Y a quién le importa? -dijo Lola.- Declaro esta mesa como la mesa de los primos.
- Pero yo no soy tu prima…
Lola levantó los hombros.
- ¿Dónde tienes que sentarte? -le preguntó Luis.
- Creo que con los abuelos…
- Vaya, qué aburrido -dijo Lola.
En la mesa del costado, todos hablaban en voz alta. Los bocaditos pasaban cada vez con menos frecuencia. Empezaron a salir platos con comida. Coco se escabulló de Lola, escapándose al interior de la casa en busca de un baño. Rafaela hizo algo muy parecido. Al rato fue vista hablando con Marcela en una de las salas.
Sucedió muy rápido y nadie calculó exactamente cuánto tiempo pasó. Todos los invitados se aglomeraron en la entrada. La calle estaba iluminada por los postes de luz del Golf de San Isidro y los carros estaban estacionados uno detrás de otro, a lo largo de toda la cuadra. La limosina logró entrar por un pequeño espacio y la puerta con lunas polarizadas se abrió.
Rafaela llegó tarde. Se acomodó entre de la multitud y vio cómo su hermana salía de la limosina radiante y despeinada, con su vestido de novia color marfil. Rafaela sintió un dolor en el estómago y se alejó. En la recepción, sólo quedaban los mozos y un cabizbajo Luis sentado en una silla.
- Ya llegaron… -dijo Rafaela, con voz cansina.
- Así es -respondió Luis.
- Sabes -le dijo Rafaela, mientras se sentaba-, nunca pensé que iba a ser así…
- ¿Cómo pensaste que sería?
Rafaela levantó la cabeza al toldo que era una suerte de cielo raso. Vio aquellos globos inflados a gas, sujetados por un delgado hilo que les impedía volar hacia la luna.
- Imaginé que yo tendría novio.
Luis lanzó una carcajada.
- Y pensé que tú te casarías con ella.
- Vamos -Luis negó con la cabeza-, pudo ser peor.
De pronto todos entraron a la casa y por una especie de piñata cayeron flores que bañaron a los novios. Todos los felicitaban y hablaban en voz alta, mientras las cámaras les disparaban fotos y algún encargado de filmar la escena tenía un aparato que despedía una luz blanca. Empezaron a avanzar hacia el jardín.
Patricia sonreía mientras sostenía su buqué.

17.
Después de un tiempo le empezaron a parecer dos realidades distintas. Más que dos amores o dos momentos de su vida, Patricia tomó aquellas dos relaciones y las transformó en realidades paralelas. En una vivía una Patricia que parecía haberse extinguido, pero que sobrevivía en algún lugar de su imaginación. En la otra, por el contrario, vivía una Patricia que planeaba casarse y formar una familia.
Con el pasar de los años, Patricia terminó extrañando a Luis de manera permanente, casi como un estado de ánimo. Álvaro resultó ser una versión alternativa, como otro personaje de una misma novela. Durante un tiempo, Patricia soportó vivir sin Luis hasta convertirlo en un mal karma, en una palabra impronunciable. Mientras fue enamorada de Álvaro, hubo una regla tácita: imposible abordar ése tema. Patricia parecía mostrarse especialmente sensible con eso.
Para los preparativos de la boda, Luis seguía provocando controversia. Si bien faltaban varios meses para la ceremonia, las invitaciones tenían que mandarse a imprimir con anticipación. El conflicto los agarró una noche con las invitaciones y los sobres sobre la mesa.
- Podemos enviárselas a toda la familia y ya está -dijo Marcela-. Al final, Luis no se ha casado, ni se ha ido a vivir sólo, creo que ni siquiera tiene novia -y lazó una carcajada-. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
- Ése no es el punto -dijo Rafaela-. Patricia, si no hubieras estado con Luis jamás hubieras conocido a Alvarito…
- Tienes razón -dijo después de un rato-, hay que enviarle una a él.
- Pero Patricia…
- Es un gesto, mamá…
Sus recuerdos la situaron en una lejana tarde de invierno, tenía diecinueve años, hacía frío y estaba sola. Recordó una tarde parecida pero en otro tiempo, quizá en otra realidad, donde un guapo y delgado joven, vestido con una camisa azul y una sonrisa en la cara, le dijo para salir a pasear.
Marcó el número en el teléfono y esperó a que le contestaran. Sus senos estaban hinchados y tenía acidez en el estómago. Estaba con la regla. Cada timbrazo significaba una ola de adrenalina en su cuerpo. Cuando colgó, se sintió más sola que nunca. Adentro suyo, algo se moría.

18.
Los recién casados bailaban un vals y tenían una media sonrisa dibujada en el rostro.
- ¿Estás leyendo algún libro? -le preguntó Luis.
Rafaela negó con la cabeza.
- Creo que no leo nada desde que estaba en el colegio. ¿Y tú?
- Estaba leyendo a Patricia Highsmith, “Dos extraños en un tren”.
Rafaela asintió.
- ¿Y qué tal es?
- Más o menos.
Rafaela lo miró. En realidad, pensaba en otra cosa. En la sala, los recién casados terminaron de bailar. El círculo se cerró. La gente empezó a transitar. Se produjo un silencio incómodo que perturbó a todos.
Rafaela y Luis hablaban en murmullos:
- ¿Y de qué se trata?
- Bueno, trata de dos extraños que se conocen en un tren.
- ¿En serio?
- Aja.
- ¿Y después qué pasa?
Algunos se acercaron a saludar a la novia. Parecía difícil llegar hasta donde estaban los recién casados, pero algunos se aventuraban. Alguien llamó a Rafaela para que intentara atrapar el buqué pero ella negó con la cabeza. Le volvió a preguntar a Luis:
- ¿Y después qué pasa?
- Bueno. Cada uno decide matar al enemigo del otro.
- ¿Cómo así?
- No sé, creo que conversaban y salía el tema de la nada.
Rafaela lanzó una carcajada.
- ¿Sabías que eres realmente gracioso?
Luis asintió.
- Sí, no sé cómo tu hermana me pudo cambiar por el idiota de mi primo…
Otra de las amigas de Patricia se acercó hasta donde estaba Rafaela y le dijo que todas las chicas estaban listas para atrapar el buqué. Rafaela negó con la cabeza, tomó a Luis del brazo y se lo llevó hasta el jardín. Pudo ver que las amigas de su hermana se habían arrimado a un extremo de la sala.
- ¿Qué sucede? -le preguntó Luis.
Rafaela habló apresuradamente. Luis enmudeció. En la sala, Patricia le dio la espalda al grupo donde estaban paradas sus amigas solteras. Entre ellas se encontraban amigas del colegio y de la universidad, junto a Lola y otras chicas. Excepto Rafaela.
Patricia se rehusó a tirar el buqué sin su hermana en la fila, así que la mandó a traer con Marcela. Una vez que Rafaela estuvo ahí, el buqué voló por los aires hasta caer directo en las manos de una chica rubia con mirada tonta.

19.
Cuando Almendra cogió el buqué, se lo enseñó a todos gritando:
- ¡Lo atrapé! ¡Me voy a casar! -Mientras daba pequeños saltos. Tenía un vestido blanco a cuadros que le llegaba a la cintura. Algunos aseguraron haberle visto el calzón. Era rojo.
Luego de coger el buqué, se dirigió hasta donde estaba Álvaro y le dijo:
- ¡Lo atrapé!
Almendra trabajaba con él en un estudio de abogados, formado por un grupo de amigos salidos de la misma facultad. Almendra había estudiado secretariado bilingüe y fue aceptaba luego de mostrar por la oficina sus dos fabulosas piernas. Toda su vida había sido una versión de la ruca del barrio. A primera vista pasaba desapercibida. Su aspecto no la favorecía, tenía el pelo pintado y la mirada desorientada. Su relación con Álvaro sobrepasó lo laboral una tarde de verano, cuando le mostró la parte bilingüe de su secretariado. Desde entonces el trabajo dejó de ser tan monótono para ambos. Almendra se pasaba las tardes sentada, limándose las uñas, esperando que Álvaro la saque a pasear.
A él le gustaba la displicencia con que Almendra se dejaba hacer el amor. Había cosas que le hacía en la cama de las que ni siquiera se atrevería a hablar con Patricia. Una noche, mientras regresaba de un night club con dos amigos y un travesti en el coche, se dio cuenta de lo que había pasado. Había perdido el control. Lo que hacía un año era un romance clandestino, una aventura de oficina, para calmar el dolor del día a día, se había vuelto ahora una aventura descontrolada que podía o no acabar con su futuro matrimonio.
Un buen día, después de la faena de rigor en el hostal de turno, Álvaro tuvo la brillante idea de aclararle el panorama a Almendra. Le dijo que le gustaba estar con ella porque lo suyo era sólo sexo. Almendra respondió con un ataque drástico de insultos que no bajaron del maldito bastardo hijo de puta. Amenazó con contarle todo a Patricia. Luego se puso a llorar. Antes de que Álvaro cogiera su ropa y se fuera, Almendra le dijo que pensaba quitarse la vida y a dejar una nota suicida.
En el coche de la empresa Álvaro condujo como un zombi. La idea de ver su vida acabada antes de empezar lo mortificó siempre, pero ahora, a causa de sus debilidades, podía volverse realidad. Antes de llegar a la oficina, en el cruce de Javier Prado con Arequipa, sus dos amigos bajaron, se despidieron de él y caminaron por la avenida Arequipa dando tumbos. El travesti pasó al asiento del copiloto. Empezó a hablarle en voz baja, con un sonido ronco. Tenía el pelo largo, probablemente una peluca, tetas de mentira, una minifalda a la que le hacían falta caderas y botas de tacón alto. La luz de la calle se filtraba por el coche.

20.
Se mojó el rostro y se miró en el espejo. Escuchó el chorro de agua cayendo entre sus dedos. Pensó en las veces que se despertó a medianoche, en los edificios altos que se extienden por la vía expresa como gigantes amaestrados. Luego fue muy cuidadoso al salir. Entró a la cocina y vio a los mozos preparando bocaditos y sirviendo la comida en pequeños platos. Vio, lleno de terror, a uno que comía un pequeño triple con los dedos. Finalmente, cogió un cuchillo enorme para cortar carne y lo escondió dentro del saco. En la puerta se dio con una señora de pelo rojo que lo miró con extrañeza.
Pasó por la sala íntima. Escuchó un par de voces. Eran Marcela y Rafaela. Ambas parecían estar preocupadas. Pensó en algo sin importancia. Se quejó del mal gusto de Marcela por los cuadros de toreros, apretando con más fuerza la punta del cuchillo contra su ombligo. La araña que colgaba del techo era de pequeños cilindros y deformaba la luz haciéndola ver cónica.
Las escaleras estaban recién lustradas y todavía se podía percibir el olor a cera. Emprendió el recorrido con naturalidad. Por cada escalón que subía había un grabado japonés colgado en la pared. Al llegar sintió un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Entró al segundo cuarto a su derecha.
Había una pared con un estante repleto de muñecos se felpa, un tocador con un espejo, cajones con ropa. Por la ventana se podía ver el jardín. El escalofrío se volvió un nudo en la garganta. Sus pupilas tardaron en adaptarse a la oscuridad. Empezó a ver luces de colores en las paredes. Dejó el cuchillo encima de la mesa y abrió un cajón.
En uno había chompas. En otro, ropa interior femenina. Abriendo el clóset había blusas colgadas y uniformes del banco en donde había trabajado Patricia. Un ruido en el jardín hizo que se agachara. La luz proveniente de los reflectores se filtraba por la ventana. Había gritos y aplausos. Los novios habían llegado. Esto le produjo un dolor en el estómago. Nauseas. Un retortijón es como una llave inglesa. Ahora tenía que bajar a toda prisa. Pero antes, el baño del segundo piso, la cabeza hundida dentro del escusado. Vomitar los restos del pimiento que había comido a regañadientes aquella tarde.